Tuve la oportunidad de editar un poemario bilingüe de Roberto Fernández Retamar y de trabajar con él. Conocí a un gran escritor, pero sobre todo, a un hombre de un gran corazón. Quise de alguna forma darle las gracias por haber trabajado con él y con sus poemas, aquí tienen el resultado.
Gracias,
por brindarme la oportunidad
de manosear sus versos
—en inglés—
y de leerlos
—en español—
como quien quisiera escribirlos de nuevo
y no los alcanza.
Gracias,
porque pude reafirmar mi concepto de Patria,
porque aprendí cuánto vale un Aniversario
cuando está presidido por el amor.
Gracias,
por traer a mis recuerdos
aquel día en que dije “sí a la historia”,
que “el alma (...) es definitivamente mortal”,
que “el hombre no es de piedra” y que
Es mejor encender un cirio que maldecir la oscuridad.
Gracias,
Por tantas cosas que aprendí:
que “lo exacto se hace azul”,
cuál es la “única raza realmente superior del planeta”,
que se puede escribir un poema “con un trozo
sobrante de Casiopea”, y
que “por lo pronto ya sé: no bajar la cabeza”.
Gracias,
porque cuando me pregunto ¿Y Fernández?
hallo respuesta en El fuego junto al mar,
y cuando Uno escribe un poema Con las mismas manos
con que ama,
Detrás de una ventana aparecen Un hombre y una mujer,
y es entonces cuando se nos escapa
el mejor de los sentimientos.
Gracias,
porque Por un instante pensé en ni siquiera tener
una Sonata para esos días y piano
o saber dónde se hallan Las puertas del cielo,
o no saber ciertamente si concluyó o no
“aquel poema sobre la Comuna”.
Gracias,
porque descubrí que Es bueno tener de vez en cuando
una Nota junto a la almohada
y Es bueno recordar aquellos Ojos llenos de letras
para rendirnos Ante la belleza en la
Última estación de las ruinas.
Gracias,
por presentarme a Juana de un modo diferente,
por enseñarme dónde vivió Brecht: Aquí,
por compartir conmigo La última carta a Julio Cortázar,
un café y los recuerdos de Yeyé,
por “no ser ni creer”, sino sentir
Una salva de porvenir en la brisa.
Gracias,
ahora,
y para siempre.No les voy a contar qué sucedió cuando, en un arranque de atrevimiento, se lo dí a leer al propio Retamar. De ese momento escribí lo siguiente:
El día que pude casi versar un haiku No quiero perderme
cada expresión de su rostro
cuando en silencio leía
mi poema —su poema.
Y al final,
lo inesperado,
me llamó poeta.
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